El mugriento fantasma del abismo

Por:

Robert Alejandro Jesurún Ramírez

“No había nada al alcance del oído, ni de la vista, excepto una inmensidad de negro limo; y, sin embargo, la absoluta quietud y la monotonía del paisaje me agobiaban con un terror nauseabundo”

                                         H.P. Lovecraft, Dagón.

Nos encontramos aquel frío sábado en la mañana, en alguna universidad de la pétrea selva sabanera que es Bogotá. Quedé de encontrarme con mis compañeros de curso y con el profe para ir a aquel lugar de horrores que llamamos el Salto del Tequendama. Sitio inmundo, letrina de los citadinos, fragante a estiércol y basura, cuyo nombre es apenas una nota al pie de la salvaje era precolombina, antes de que el hombre blanco llegara y mandara todo al carajo. Lo que debió ser en algún momento un sitial paradisiaco se convirtió en un territorio nauseabundo, que incluso al mismo Cthulhu le hubiera dado asco llamar su hogar. Para este viaje, llegaríamos al chuzito de nuestra educación superior y tomaríamos el bus para salir de esta mole de concreto y superpoblación.

Tras una breve espera y una compra fallida de cebada fermentada, finalmente nos montamos al bus. Se suponía que iba a ser una excursión de trabajo, donde investigaríamos y recolectaríamos datos para hacer nuestra crónica, pero como cosa rara, empezamos a escuchar Oxígeno y a bailar y reír como tontos. Yo me comporté como el payaso que soy durante todo el viaje de ida, bailando reggaetón con dos damas hermosas como lo son Deisy y Jennifer, gorreando cerveza comprada en Soacha y cantando –o mejor, chillando- canciones de variado pelambre. En la bomba de gasolina, donde paramos un momento para tanquear el bus, mis chistes se pusieron más pesados, hablando sobre lubricación femenina y causando traumas de por vida a medio grupo al subirme la camisa promocionando productos para adelgazar. A medida que nos alejábamos de la civilización, el impresionante hedor de las aguas sucias permeaba el aire del bus. Muchos nos tapamos las narices, otros empezaron a sentir arcadas en sus gargantas. Cerramos las ventanas para evitar el “perfume francés”. Craso error: nos sofocamos en él.

Finalmente, una derruida casa de un color rosáceo, recubierta de maleza como un filete de salmón enmohecido nos dio la bienvenida a nuestro destino. Nos estacionamos en el mirador más sarcástico que haya conocido: en teoría es para mirar el hermoso paisaje que el río forma a nuestros pies, pero en realidad era una ventana a Mordor. Los llamados “chulos”, mensajeros del Hades, sobrevolaban nuestras cabezas como los Nazgûl, aquellos servidores del maligno Sauron, que vigilaban la Tierra Media buscando el Anillo. El panorama era digno de John Milton, casi esperando que los ángeles negros dieran la bienvenida a Satanás para que resurgiera entre el mugriento líquido.

Tomamos las fotografías de rigor, mientras veíamos el agua de color del ébano caer por entre las rocas. Subimos las bardas del mirador, y caminamos al borde del frondoso abismo que nos esperaba en el fondo. Mis reflejos de gorila ebrio me pusieron, en más de una ocasión, cerca a una caída libre de casi 300 metros. Mi considerable peso hubiera causado un pequeño temblor, y el cadáver no hubiera sido difícil de encontrar, pero bueno, al menos el río no recibió otro contaminante.

Los celadores del hotel en ruinas que había sobre el precipicio nos concedieron dos entrevistas. Como es bien sabido, este era el sitio favorito de muchos suicidas cuando Bogotá era apenas un pueblito provinciano. Miles de fotos en sepia y blanco y negro retratan aquellos que, tras un fracaso amoroso o financiero, deciden lanzarse al agua, con eso si no mueren del golpe tan áspero se mueren de la intoxicación al entrar en aquella piscina de mugre y horror. “Cuando la gente viene a suicidarse, al borde de la carretera, atraviesan, llegan al Salto y se botan…” nos decía don Luis, uno de aquellos seres vetustos que vigilan lo poco que queda por cuidar en este sector. Tres segundos, según don Luis, tres segundos dura la caída a este pozo de inmundicia, tres segundos en los que las fuerzas newtonianas jalan a aquellos desdichados hacia un fin certero. Tres segundos, lo que dura el descenso al Noveno Círculo del Infierno.  “Nunca dejan un cuerpo ahí: vienen la Defensa Civil y los Bomberos, cierran las compuertas, suben… el cuerpo. Hay veces que el cuerpo se demora 8 días, 15 días 28 días; porque el Sato tiene unas piedras así. Entonces el cuerpo queda apeñuscado… ”: Lenta agonía de los infortunados que caen entre las rocas, servidos como cena en el Tramonti para los chulos.

Decidimos con el grupo, después de las entrevistas, el caminar un rato hacia el norte y encontrarnos con una entrada hacia el nauseabundo río, la entrada de las almas desesperadas. Nos volamos la cerca y el aviso de “No pasar”, y tomamos un pequeños pero muy empinado descenso, lleno de barro y arbustos espinosos. A medida que me acercaba, el hedor era cada vez más fuerte, además de ver tallados en las rocas deprimentes mensajes y epitafios. No había alguna duda: estábamos descendiendo al mismo Infierno. El claro día que hizo solo enfatizó la ironía de tener un lugar tan feo en medio del “paraíso” chimbo con el que pintan a Colombia. Vimos la Virgen al borde del precipicio y la otra orilla del dantesco arroyito, y buscamos un camino para pasar por encima de las negruzcas aguas, como si se hubiera roto un oleoducto y todo el oro negro se hubiese filtrado entre las piedras.

Buscando evitar sumergir mis recias botas de cuero en el nauseabundo limo, salté las piedras con el objetivo de alcanzar la Virgen. Pero, una vez más mi pesada y poco grácil humanidad me dejó varado en medio del infernal afluente, rodeado de aguas color petróleo y una amplia variedad de basura y mugre. Derrotado y frustrado, regresé como pude a la orilla donde empecé, con el pantalón con un vergonzoso roto y el aroma pegado a mis fosas nasales. Regresamos al mirador, con una extraña sensación de hambre, pensando en convertirnos en Cazafantasmas y entrar al hotel para verlo por dentro. Al fin, una curiosidad que tuve desde pequeño iba a ser satisfecha.

Después de una ardua negociación y unos cuantos gramos de colesterol extra en nuestro sistema –si, encima de este lugar de horrores y hedores venden comida, ¿Cómo hacen para venderla y consumirla? Muy buena pregunta-, logramos entrar al filete de salmón vencido. Quiero decir, entramos al hotel, que alguna vez fuese un sitio de esplendor y buena rumba. Ahora, es supuestamente una casa embrujada donde un aquelarre de fantasmas contemporáneos con Gaitán se daban cita para darles un mal rato a todos aquellos que osaran invadir su morada. Entré a la casa, sintiéndome como Al-Hazred sumergiéndose en sus alocadas visiones dentro de la prohibida Ciudad sin Nombre, buscando los horrores ancestrales olvidados por el tiempo. Era un lugar en ruinas, mohoso y semidestruido. Lo que antaño era un lugar de diversión y hedonismo, ahora era una locación fantasmal, atravesada por la traviesa y destructiva mano de Cronos.



Contrario a mis expectativas, era un lugar bien iluminado, con miles de ventanas con vista hacia el Salto. Entramos a un pabellón de bienvenida, un pequeño vestíbulo con una escalera que daba hacia los pisos inferiores. Las paredes, blancas, se mantenían firmes a pesar del olvido, los pisos de madera mostraban huecos enormes, y crujían a cada paso que dábamos. Encontramos en nuestro camino varias habitaciones, hoy vacías, un húmedo y oscuro cuarto de lavandería que parecía un calabozo de los inquisidores, un baño, en buen estado pese a todo, con el extraño detalle de una pequeña cruz, hecha con dos palitos, colgada en el marco de la puerta.

Acallé mi voz por unos segundos, esperando escuchar el Azif, los indescifrables susurros de aquellos espíritus sin paz ni descanso, pero solamente atiné a oír las risas y comentarios de nuestra improvisada pandilla de Scooby Doo. El celador, aquel que nos abrió las puertas a aquella tumba de Tutankhamón y cuyo nombre fue enterrado en lo más recóndito de mi memoria, conoce como la palma de su mano a aquellos seres del más allá estancados en el más acá: sus patrones, sus costumbres e incluso sus preferencias personales. Según él, ellos le”recibieron”, es decir, lo acogieron, ya que los espectros no lo consideraron como un elemento perturbador en su limbo. Así nos describieron a uno de sus “amigos”: “Dicen que fue un tipo que asesinaron aquí y le cortaron la cabeza […] ”, este fantasma, retratado por un equipo de producción audiovisual, habita una amplia habitación del piso inferior, junto a una columna de soporte. Un fantasma que es descrito como un gigante decapitado, con una capa y sus grandes Cerberos a sus pies. Aparentemente, y según este caballero, hemos sido “bienvenidos” por este ente, ya que acalló su voz y no perturbó nuestra visita soltando a sus sabuesos.

Salimos de este sitial de leyenda, tomando fotos y subiendo las vetustas escaleras. A medida que fuimos conociendo los secretos e historias de esta ruinosa instalación, mucho del misterio y asombro que nos colmaba cuando cruzamos el umbral se disipó. Mientras salíamos al maloliente paraje adonde llegamos, miré una última vez hacia la “maravilla” creada por la magia de un olvidado dios chibcha. Por un breve instante, sentí un nudo en la garganta, y a fin entendí la sensación que tuve desde mi bajada del bus. Recordé la agónica magnificencia de este lugar, que me dio la bienvenida a cada viaje que hacía con mis padres. Aquel lugar que me maravillaba de pequeño, cuyo bramido ahogaba mis agudas frases dentro de aquel viejo Volkswagen azul, pero cuyo antinatural hedor ya empezaba a sentirse. Lo que antes fue un lugar lleno de bruma y ruido ahora es un tristemente silencioso claro. El potente chorro de aguas espumosas ahora es un triste hilillo de zumo negruzco. El aroma que se pegó a mis fosas infantiles aun permanece. Era una imagen lúgubre, un claro indicio de muchas cosas que se perdieron en el tiempo.

Al fin, logramos salir de este corrompido lugar. Mientras regresábamos a la civilización, pensé por un instante en lo vivido. Por mi mente danzaban imágenes “lovecraftianas” y una nostalgia decadente y deformada. Fue aquella nostalgia, descompuesta y mutilada, la que me hizo dar cuenta de una realidad: no nos encontramos con las almas errantes de los suicidas, ni los espectros vigilantes del hotel, pero lo que logramos ver, definitivamente fue un fantasma.

Inspirado por Hunter S. Thompson y Howard Phillip Lovecraft